LOS AMANTES DE TETUAN
                                     (De la mitología a la realidad)
Por: Ahmed Mgara





Dicen las viejas lenguas que entre Eros y Afrodita nació un amor infinito, tan inmenso como los mares que Grecia había navegado y los que le quedaban por navegar.
Un amor tan sublime y tan noble como los templos que cubrían Grecia de mármol y de inciensos y que, con el tiempo,  provocó la envidia de todos los dioses – que soñaban con la calidez de Afrodita-, y de todas las diosas –que aspiraban a recibir los favores de Eros-.

Y, una noche de luna llena, sonando la magia de una lira, Afrodita y Eros se vieron a escondidas en un encinar cerca de Atenas, por indicaciones de Dionisio, y la música mágica de la lira les aconsejó huir a donde se decía que Hércules separaría las montañas en la mar de las oscuridades.
Alzaron su vuelo  dándole rienda suelta y, sin más brújula que el amor, llegaron a un monte con tantos arboles que no se veía la tierra desde las alturas.
Dejaron descansar sus alas y, al despertar -por efecto de  los rayos de sol que llenaban la entrada de la gruta donde estaban de luz- acordaron establecerse en ese lugar y procrear, antes de volver a su Grecia de la divinidad.
Poco tiempo después nacería su hija, a la que dieron el nombre de Dersa.

Pero Afrodita y Eros tenían que volver a Grecia para bendecir las relaciones amorosas de sus fieles, y decidieron dejar  su hija Dersa bajo el cuidado de dos agricultores que no tenían hijos y que mostraron disponibilidad para cuidar a Dersa como si fuese su propia hija.
Pasaron los años y Dersa creció y se hizo mujer.
Una tarde, sentada bajo una higuera, cuidando el rebaño de cabras, vio acercarse un joven apuesto sobre un pegaso.
Al llegar a su lado, el joven cayó, desplomado, de su pegaso. Casi no podía respirar de lo mal que se sentía.
Dersa lo llevó a su cabaña y cuidó de él, dándole comida y agua durante varios días hasta que se curó.
 El joven no sabía dónde estaba y casi no recordaba nada. Tan solo decía que era hijo de Afrodita y de Dionisio, que había estado en la guerra contra Grecia y que los dioses de su  tierra no permitieron a su madre engendrar un ser que no fuera dios y que, al nacer él, lo dejaron  escondido en una granja bajo el cuidado de una familia.
También recordaba su nombre, Gorguez.

Siguió, el joven guerrero, contando cómo fue herido en una batalla y que su padre Dionisio, lo salvó poniéndolo encima del pegaso mientras le decía a éste que lo llevara a la cima de una montaña agreste donde no vivía ningún ser humano.

Dersa levantó la mirada hacia lo alto de la montaña que tenía frente a ella y preguntó al joven si era, aquella cima agreste, la misma a la que se refirió antes, y el pegaso contestó, moviendo la cabeza, afirmando la respuesta a Dersa.
El pegaso insistía a Gorguez que lo tenía que llevar a su destino pero éste se resistía.
Gorguez y Dersa habían sido hechizados por el amor de sus padres y madres. Y así estuvieron más de cuarenta lunas hasta que, una mañana, el pegaso obligó al joven a montar su grupa y voló hacia la cima de esa montaña.
Desde entonces, Dersa nunca le quitó la mirada a esa montaña.
Rechazaba la comida que le daban mientras repetía la misma frase: “Quiero ir a la montaña de Gorguez”.

Lloró tanto, que sus lágrimas separaron el monte donde vivía de la montaña a cuya cima fue  Gorguez a vivir, creando un río que nunca se llegó a secar.
Gorguez, hechizado por los dioses de Roma, no encontraba manera de reencontrarse con su amada Dersa. No podía moverse de su sitio desde que su pegaso lo dejara en la cima agreste de esa montaña grisácea.
Una mañana invernal, un águila imperial anunciaba la muerte de Dersa en su monte, y la muerte de Gorguez en su montaña.



Fue un amor eterno
Ni la muerte los separó.
Es la historia de Dersa y Gorgues,
Los amantes de Tetuán.

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