Mekki Moursia, el astro que aún reluce.
Mekki Moursia, el astro que aún reluce.
Por: Ahmed Mgara
II / IV
Frente al Borj.
Con manos de escarcha recogió su vaso de
té con yerbabuena y, sin mojar su boca con el deseado sorbo, volvió a dejar
reposar ese vaso sobre la manchada mesa de mármol que albergaba varias abejas
que deleitaban el líquido azucarado que se dejó escapar de ese cónico cristal. En
esas manchas, el maestro veía, con razón, lo que iba a dictarle el corazón… en
voz baja.
Mekki le hace caso a la sombra del Borj y
embarca con ella sobre el arca de luz que pretendía prender vuelo hacia el
verso eterno de la mar cercana.
La sombra dibujaba mil formas llenas de
esperanza y de claveles multicolores en la retina del maestro Mekki, reluciendo
y resaltando su vivacidad en armonioso silencio que las golondrinas intentaban
frustrar con sus vuelos ennegrecidos, por tanta luz.
Las campanas de la Iglesia redoblaban
desde el campanario cercano en sincronizada melodía con el soplo de viento que
acariciaba los contornos y, por un momento, se hace el silencio. Hasta la
sombra del Borj detuvo su andadura para escuchar el tronido del eco de las
campanadas para abrir paso a los feligreses que a la iglesia se dirigían.
Ternura e interrogantes se veían
volatilizar en las cercanías de la sombra del Borj.
Volvieron los años vividos a dibujar
fantasmagóricas siluetas morenas que, alguna vez, levaron anclas cerca de la
lúcida sombra de su Borj… y el silencio se le hizo eterno al maestro; las
agujas del reloj perdieron su rumbo y su color, tal vez dejaron de hacerle caso
a la seriedad del tiempo, revelándose ante su exagerada exactitud.
El Borj, apuñalado por las iras de las
eras, seguía la mirada del maestro moviendo la sombra de su mástil de cristal
oxidado.
La inmensidad del fresco viento que
pasaba a lomo del sin igual silencio, sin medida en sus quebrados pasos, dejaba
caer flores primaverales sobre el asfalto que cubría el suelo de negrura y de
intemperie oxidada.
El maestro seguía sentado en su silla de
mimbre y cuerdas de cáñamo, pintando sobre las arrugas de su muñeca un ancla de
luz oriental; contemplaba cada paso que la sombra del Borj se atrevía a dar con
la hermosura de su tenue y ligera tiniebla.
Tal vez le estaba contando de su caminar por
el rumbo de los fríos siglos vividos, tal vez buscaba darle una brava
satisfacción.
Un suspiro se dejó escapar.
No sé qué viento envolvía ese quejido que
se dejó marchitar al instante. Tal vez la caricia del mármol de la mesa por las
manos del maestro sepa el secreto de ese suspiro que estaba cautivo en el alma
de Mekki.
Nunca supe qué sueños sobrevolaban ese
suspiro apagado. Nunca pude entender qué amor o qué dolor estaban encerrados en
el volcán de ese santiamén.
El silencio de la sombra del Borj dejó
escaparse una lágrima a los pies de un invisible ciprés que arrancaron los
tiempos desvividos en Río Martín de su valle.
Tan solo Mekki la vio abrazada a la
timidez de la tierra salada de la tierra más sacra de nuestro almibarado firmamento.
Intentó cogerla antes de llegar a su fatal destino, pero tan solo los surcos de
sus manos llegaron a ser rociados por su fragancia.
Las damas de noche perfumaban los contornos
y los jazmines deambulaban en las cercanías para adornar la romántica
composición musical que del cafetín se dejaba escapar sobre alas de yerbabuena
y juncos de azahar.
No recuerdo si fue un tango o una canción
de Abdelouahab lo que estaba sonando en la radio, pero sí que recuerdo a los
cansados pies del maestro moviéndose rítmicamente sobre sus zapatillas de
verano.
La sombra del Borj, cobijo de la sombra
del maestro, se fue extendiendo sobre el silencio roto, tan solo por el revuelo que la polvareda de La Valenciana y
de su arcaico motor dejaban a su paso.
La frescura del atardecer se dejaba notar
y las abejas ya habían saciado su
necesidad de té azucarado, de miel mediterránea con sabor a edén.
La Farola del Borj se vio engalanada con
la luz que de la misma había empezado a desprenderse en rítmicos giros llenos
de gracia y musicalidad. Giraba en
sincronizada rotación, atravesando oscuridades cercanas y lejanas como
cantares en tierras llanas, como músicas enterradas en las olas de las alturas más
efímeras.
La luz de la Farola, alma del pueblo
ribereño, se fue fundiendo en el corazón de Mekki embarcada en el iris de su
sensual alma. Tal vez, la farola, estuviera buscando la sombra del maestro,
para alumbrarla.
Se clavaba entre los suspiros de la tarde,
llenando los contornos de magia y de ilusión.
Flores de naranjo se vistieron de azahar
para trepar las paredes del Borj, para mirar –desde las alturas- la cuna del
pensamiento, la sangre viva de la pintura.
Para no estar solo, Mekki cubre de miradas
cada grano del Borj. Miradas llenas de placer y de pretenciosa ilusión, llenas
de vida y de sensibles heridas.
Las cenizas del atardecer le dan al
maestro, cada tarde, una bandera para navegar, y agua brava para las mansas raíces
regar.
Se nutren, el uno del otro, a cada
instante y sin pensar.
Los dos están hechos para los giros de la
poesía, para complementarse, para adornar
con sus reflejos la diadema del infinito cielo.
Desde que se fue Mekki a las distancias,
la farola del Borj dejó de brindar su luz, perdió su voz y nunca más volvió a
atravesar la mas, ni anunciar la llegada de los atardeceres más brumosos.
Borj: La Farola -Castilloo de Río Martín. Actualmente, en semi ruinas.
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